La Iglesia En El Perú

La arquidiócesis de Lima y su primer arzobispo, fray Jerónimo de Loayza

La primera diócesis del Perú, la del Cuzco, cuyo obispo fue fray Vicente Valverde, abarcaba prácticamente todos los territorios conquistados conocidos en aquella época. Un territorio inmenso y difícil, cuyo cuidado pastoral era desproporcionado para las fuerzas evangelizadoras de que se disponía. Por ello, con el fin de facilitar la labor evangelizadora, Francisco Pizarro y el mismo obispo Valverde solicitaron a Carlos V que se procediese a la división de la diócesis cuzqueña en tres obispados. El Rey se lo pidió al Papa, de acuerdo al régimen del Patronato. De este modo, Pablo III creó el 4 de mayo de 1541 las diócesis de Los Reyes (Lima) y Quito, reduciéndose considerablemente el territorio de la diócesis del Cuzco.

Aun así, siguieron siendo diócesis de enorme extensión. La del Cuzco incluía a Chile, y la de Lima llegaba por el Norte hasta Trujillo y parte de Piura, por el Sur hasta la ciudad de Arequipa y por el Oriente desde Chachapoyas hasta Huamanga (actual Ayacucho). Este es el territorio que tuvo que gobernar pastoralmente el primer obispo de Lima, fray Jerónimo de Loayza, de la orden de los dominicos.

Loayza, quien había nacido en Trujillo de Extremadura (España) en 1498, entró en Lima el 25 de julio de 1543. Era trabajador y disciplinado en el cumplimiento de sus obligaciones, y juntaba a la energía y firmeza de carácter una personalidad afectuosa y persuasiva. Tenía las cualidades necesarias para salir adelante en su cargo en aquella época agitada de la Conquista.
El 16 de noviembre de 1547 la diócesis de Lima fue promovida a arzobispado. De ella dependían en cierta manera las diócesis de Cuzco, Quito, Popayán, Tierra Firme y Nicaragua, y las que fueron apareciendo posteriormente: Asunción, La Imperial, Santiago de Chile y Charcas.



La extirpación de las idolatrías

Hacia fines del siglo XVI y comienzos del XVII imperaba un gran optimismo entre las autoridades eclesiásticas y civiles del Virreinato, puesto que pensaban que la tarea de la evangelización ya estaba realizada y que los indígenas habían adoptado del todo la fe cristiana. Las vocaciones religiosas y sacerdotales iban en constante aumento, mientras que no faltaba lugar de la geografía peruana adonde no hubieran llegado los misioneros. Por todas partes había signos visibles de la implantación de la fe: capillas, ermitas y cruces (sobre todo en los lugares altos, cerros, etc.). Por otra parte, no había resistencia por parte de los pueblos indígenas frente a las exigencias de la nueva fe, y respetaban a los sacerdotes y a quienes representaban lo cristiano. Aparentemente, el paganismo había sido eliminado del Perú.

Sin embargo, la obra evangelizadora todavía no estaba consumada. Así lo demostraron unos descubrimientos hechos entre 1607 y 1610 en las cercanías de Lima. Todo comenzó cuando el criollo cuzqueño Francisco de Ávila, cura de San Damián (Huarochirí), supo de la existencia de hechiceros, ídolos y amuletos, que los mismos indígenas mantenían a escondidas de los españoles. Los centros de prácticas idolátricas eran San Damián, San Pedro Mama y Santiago de Tuna, donde se adoraban a los ídolos de Pariacaca, Chaupiñámocc (su hermana), Macaviza y Cocallivia. El indio Hernando Páucar era el principal difusor de estas creencias ancestrales.

Habiendo Ávila notificado de esto al provincial de la Compañía de Jesús —quien por entonces era el padre Diego Alvarez de Paz—, éste envió en junio de 1609 a dos jesuitas, los padres Pedro Castillo y Gaspar de Montalvo, quienes, junto con el cura cuzqueño, realizaron una vista de investigación, solicitando a los indios primero de manera benévola que entregaran todos los objetos a los que rendían culto idolátrico, y luego conminándolos de manera severa. Se reunieron centenares de ídolos y amuletos que, unidos a los que Francisco de Ávila ya había requisado anteriormente, llegaron a conformar numerosos fardos, los cuales, incluyendo también varias momias, fueron llevados a Lima por Ávila en varias cabalgaduras en octubre de 1609.

La persistencia de estas creencias idólatras era un peligro para la fidelidad a la fe y la vida cristiana de los indígenas, pues ello conllevaba muchas veces costumbres contrarias a la dignidad humana. Por ello, se decidió que era necesaria una manifestación espectacular, que tuviese como finalidad arrancar de raíz los residuos de estas creencias. Es así que el entonces arzobispo de Lima, Bartolomé Lobo Guerrero, y el virrey marqués de Montesclaros decidieron realizar un «auto de fe» el 20 de diciembre en la Plaza de Armas de Lima, convocando a todos los indios de cuatro leguas a la redonda. En la tarde del día indicado, en presencia del Cabildo, del virrey y el arzobispo, y ocupando lugar preferencial Francisco de Ávila, se realizó el espectáculo. Colocados todos los ídolos sobre un tabladillo, el cura Ávila predicó a los indios, primero en quechua y luego en español. Luego, el indio Hernando Páucar, atado a un tronco, fue sentenciado a ser trasquilado (acción humillante dentro de la mentalidad indígena), sufrir doscientos azotes y ser desterrado a Chile. Finalmente, se quemaron todos los objetos idolátricos.

Ávila sería luego nombrado Visitador de la Idolatría, realizando pesquisas en los pueblos de la serranía de Huarochirí, Yauyos y Chachapoyas, llevando a cabo una intensa campaña de extirpación de la idolatría, recorriendo caminos arduos y peligrosos, con riesgo de la propia vida, y utilizando recursos propios en el financiamiento de esta campaña. Lo acompañaron varios jesuitas. Descubrían a los indios hechiceros, destruían adoratorios y enseñaban con paciencia y benignidad la verdadera doctrina a los indios. La situación fue tan grave, que el mismo arzobispo de Lima la describía así en carta al rey Felipe II: «Todos los indios desde Pirú están hoy tan idólatras como al principio cuando se conquistó la tierra. Creo ha estado la falta en los que les han doctrinado, que solamente han atendido a su provecho e interés y no al bien de las almas de estos desventurados [...]. Háseles hallado innumerable multitud de ídolos que adoraban por Dios, juntamente con cuerpos muertos de sus antepasados, que todo se ha quemado y en lugar de los adoratorios se han puesto muchas cruces» (23 de abril de 1613).


Fuente:
http://orbita.starmedia.com/~martinscheuchpool/historia_de_la_iglesia/capitulo_5.htm

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