Iglesia en Tiempo Republicano

Problemas y dificultades de la Iglesia durante los primeros años de la República

La situación de la Iglesia durante los años de la República en el siglo XIX no fue fácil. Varios motivos contribuyeron a originar situaciones donde su desempeño no careció de obstáculos y dificultades. La mayoría de esos factores se sitúan dentro del contexto del rompimiento independentista respecto a España. Muchos obispos y sacerdotes debieron ir forzosamente al exilio, por hallarse identificados con la causa realista, lo cual devino en una insuficiencia de personal eclesiástico para la atención pastoral de los fieles cristianos. Por otra parte, la identificación que algunos representantes del gobierno republicano hacían entre España y la Iglesia creó no pocas dificultades para la presencia pública de la Iglesia en la vida social. Todo ello iba unido frecuentemente a una ideología liberal predominante entre gobernantes e intelectuales del nuevo régimen republicano, que consideraba lo religioso como un asunto exclusivamente privado y, por lo tanto, sin derecho a tener presencia en la vida pública. Todo esto llevaba a actitudes de desprecio o subvaloración de todo lo relacionado con la Iglesia y sus representantes. Si bien este anticlericalismo no se plasmó en una persecución abierta y violenta —como fue el caso de México, o como ha ocurrido también frecuentemente en la historia de España—, si creó un clima poco favorable a la labor de la Iglesia.

Si bien el Estado se fue desembarazando de muchas instituciones ligadas a lo hispánico, mantuvo el Patronato, no por afecto a la Iglesia precisamente, sino como medio de control y opresión. La Santa Sede se hallaba ante un serio dilema: conceder el Patronato a gobiernos de corte liberal conllevaba un riesgo bastante elevado para la autonomía de la Iglesia en esos países, además de significar un rompimiento con España, que vería con esa acción de la Santa Sede un reconocimiento por parte de ella de las nuevas Repúblicas surgidas en tierra americana. Por otra parte, la Santa Sede tampoco quería entrar en conflicto con los nuevos gobiernos, por el bien pastoral de los fieles cristianos en esos territorios. Pasarían varios años hasta que Pío IX concediera oficialmente al Perú el Patronato por medio de la bula Praeclara inter beneficia, del año 1874. En la práctica, esto no añadió nada a la forma como se estaba manejando las relaciones entre el Perú y la Santa Sede, puesto que, aunque no reconocido, se habían regido de acuerdo a las normas del Patronato hasta ese entonces. El Perú mantendría este tipo de relación con la Santa Sede hasta el año de 1980, en que se firmó un Acuerdo, bajo el gobierno del General Francisco Morales Bermúdez.

En resumen, pasados los años de la Emancipación, la situación no era muy buena. Varias diócesis quedaron sin obispos; la cantidad de sacerdotes era reducida en relación a la cantidad de fieles que debían atender espiritualmente; comenzó a haber escasez de vocaciones sacerdotales y religiosas; la educación católica era pobre e insuficiente; el ambiente civil se vio dominado por el laicismo, y el liberalismo y la masonería tomaron impulso, fomentando una mentalidad que tendía a prescindir de la Iglesia en la vida pública, relegándola a los templos y la sacristía.

A esto hay que añadir el empobrecimiento económico que originó en la Iglesia las guerras de Independencia. Tanto los realistas como los patriotas obtuvieron, ya sea voluntariamente, ya sea a la fuerza, imponiendo contribuciones, los bienes que pertenecían a las diócesis, parroquias e instituciones eclesiales. Incluso los bienes raíces pasaron a otras manos ajenas a la Iglesia. Fue común la confiscación de los bienes pertenecientes a la Iglesia. Las fuerzas armadas de Bolívar, por ejemplo, llegaron a requisar en el Norte del Perú una cantidad de plata equivalente entonces a medio millón de pesos. La guerra con Colombia significó también un número cuantioso de contribuciones obligatorias, a las que se sumó las de otras disposiciones gubernamentales a lo largo del siglo XIX.

A cambio, muy poco fue en lo que el Estado ayudó a la Iglesia. Eso contribuyó a que, junto al desprecio y burla con que se miraba el ejercicio del sacerdocio, tampoco resultara muy atractiva una ocupación que no contaba con los medios adecuados de subsistencia para una vida digna. Si bien el sacerdocio no tiene una finalidad lucrativa, de hecho merece una remuneración mínima para la subsistencia digna del candidato. Este fue uno de los factores que dieron como consecuencia el que muchas parroquias no contaran con sacerdotes que las atendieran. Esta falta de personal eclesiástico es uno de los males que se ha arrastrado a lo largo de la vida republicana del Perú, sin que la situación se haya solucionado del todo hasta ahora.

La falta de obispos y de atención pastoral suficiente y adecuada

Faltando quienes realizaran la labor directiva en las funciones de gobernar espiritualmente, enseñar y santificar por medio de la administración de los sacramentos, no puede decirse que la Iglesia pudiera desarrollarse normalmente durante esta etapa convulsionada. La misma España agravó la situación, puesto que movió influencias en la Santa Sede para que no se nombrase nuevos pastores para las diócesis vacantes.

Después de la partida del obispo Las Heras, el deán Francisco Javier Echagüe asumió el gobierno eclesiástico de Lima como Vicario General, no siendo obispo. Todas las demás diócesis se hallaban en la misma situación, bajo la administración de prelados que no habían sido ordenados obispos. Sólo Arequipa y Cuzco estaban gobernadas por sus obispos, Goyeneche y Orihuela.

Podemos decir, pues, que durante este período, iniciado con la Declaración de la Independencia del Perú en el año 1821, la Iglesia tuvo como problemas fundamentales la escasez de obispos; el hecho de las iglesias administradas por eclesiásticos de jurisdicción dudosa, impuestos por el gobierno o elegidos sin autorización por los cabildos eclesiásticos; y, junto con eso, otro mal que se venía arrastrando desde el siglo pasado: la relajación de los religiosos, que buscaban más los beneficios y el provecho que iban unidos a los cargos antes que dar testimonio del Evangelio, además de otros vicios peores. Una de las mayores dificultades de esta época fue la dificultad para encontrar alguna forma de vincularse con Roma, y esto debido a la inestabilidad de los nuevos gobiernos.

Luego de muchas gestiones, resultantes de arduos esfuerzos, se consiguió que el 23 de junio de 1834 Gregorio XVI nombrara como obispo de Lima a Jorge Benavente, no sin protestas por parte del gobierno, que aducía que se había ido contra ciertos procedimientos del Patronato, al cual el Estado tenía derecho. En los años siguientes también fueron nombrados obispos para Trujillo (Monseñor Tomás Diéguez, 24 de julio de 1835) y para Chachapoyas (Monseñor José María Arriaga, 7 de setiembre de 1838). De esta manera, se daba inicio al restablecimiento del gobierno pastoral, tan necesario para una buena marcha de la vida católica en el Perú. Sin embargo, no por ello dejaron de faltar fricciones entre Iglesia y Estado, muchas de ellas por motivos insulsos o por simple espíritu de animadversión por parte de los gobernantes civiles.

En 1853 la Santa Sede reconoció al Perú como Estado independiente, cuando nombró a Agustín Guillermo Charún como obispo de Trujillo.

Sin embargo, este restablecimiento de la situación eclesiástica no significó necesariamente una revitalización de la práctica del catolicismo. Los males que se venían arrastrando desde el siglo anterior se tradujeron en un ambiente de mediocridad y decaimiento, dónde son pocas las figuras que resaltan por su adhesión vital a los principios católicos. El P. Armando Nieto, S.J., describe así la situación: «Parroquias abandonadas; dispersión y exclaustración de religiosos; irreligiosidad en muchos de los dirigentes civiles y militares; empobrecimiento de las iglesias locales; relajación de frenos éticos (la procacidad de la prensa, la falta de respeto a las personas excedió los límites del decoro), intromisión del poder civil en asuntos eclesiásticos; filosofismo racionalista y anticlerical, son algunos de los factores que afectaron negativamente la marcha de la Iglesia en el Perú.

Labor de la Iglesia durante la Guerra del Pacífico

La guerra con Chile (1879-1883), una de las peores crisis que sufrió el Perú en su historia, fue una ocasión en que la Iglesia en el Perú manifestó su honda preocupación social, no solamente a través de enseñanzas y exhortaciones, sino también mediante ayuda concreta. El entonces arzobispo de Lima, Monseñor Francisco Orueta y Castrillón, en una carta pastoral, dispuso que se había de realizar «una colecta para los gastos de la guerra, en la cual tomarán parte, según sus recursos, todos los curas y sacerdotes de nuestra jurisdicción, que pueden hacerlo; como igualmente las instituciones religiosas y establecimientos piadosos». La nueva Vicaría General del Ejército, dirigida por el presbítero Antonio García, se encargó de enviar capellanes al escenario de las operaciones bélicas. Las ambulancias de la Cruz Roja fueron organizadas por Monseñor José Antonio Roca y Boloña, quien, al frente de este servicio, no vaciló en protestar ante el Comité Internacional de la Cruz Roja en Suiza por el atropello cometido por los soldados chilenos al atacar los hospitales de sangre en la batalla de San Francisco (noviembre de 1879), contraviniendo así el derecho de guerra, consignado en los pactos internacionales sobre hospitales de sangre. Debido a su enérgica denuncia de ésta y de otras injusticias que pisoteaban el respeto debido al vencido, cuando el ejército chileno ocupó Lima (enero de 1881), Mons. Roca y Boloña optó por refugiarse en la serranía para evitar las represalias en su contra. Con la firma del Tratado de Paz de Ancón (20 de octubre de 1883) y el retiro de las tropas chilenas de la capital peruana (enero de 1884) pudo regresar a Lima. Convocado al Congreso Constituyente para aprobar la paz, fue elegido diputado por la capital; partidario de la paz, aun a costa de un doloroso sacrificio, hizo que los ánimos se resignaran a la cesión de territorio peruano que eligió el vencedor.

Durante la guerra, aunque muchos de los capellanes realizaron una labor abnegada, incluso algunos de ellos llegando a ser hechos prisioneros o muriendo a causa del furor del enemigo, sus esfuerzos no siempre fueron apreciados por algunos jefes y oficiales del Ejército, adictos a un anticlericalismo de origen liberal.

Luego de la ocupación de Lima por los chilenos, muchos sacerdotes prestaron ayuda desinteresadamente en los hospitales de sangre de San Pedro, la Exposición, Santa Sofía, San Bartolomé y otros. Además, acudieron a la isla de San Lorenzo para auxiliar a los prisioneros peruanos que habían sido repatriados por Chile. En las siete parroquias de Lima (del Sagrario, Santa Ana, Huérfanos, Cercado, San Marcelo, San Sebastián y San Lázaro) se siguió prestando ayuda espiritual y sacramental a los fieles, pero, además de esto, unas 60 casas particulares obtuvieron permiso para tener misa en oratorios privados.

La política seguida por el gobierno chileno en los territorios ocupados intentó en 1901 reemplazar a los curas peruanos por otros de nacionalidad chilena, pero, al no obtener esto de la Santa Sede, se procedió a la expulsión de los clérigos peruanos de los territorios de Tacna y Arica. Los sacerdotes salieron de sus parroquias llevándose consigo a Arequipa los libros parroquiales. En un momento dado Chile no respetó la jurisdicción eclesiástica cuando pretendió crear una Vicaría General castrense en la zona en litigio, ante lo cual respondió Monseñor Mariano Holguín, obispo de Arequipa y responsable eclesiástico con autoridad sobre Tacna y Arica, poniendo en entredicho todos los templos de los territorios mencionados. Luego del Tratado de Lima de 1929, los clérigos peruanos pudieron regresar a las provincias de Tacna y Arica.

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